el poeta es un fingidor
El poeta es un fingidor.
Finge tan completamente
que hasta finge que es dolor
el dolor que en verdad siente.
Estos famosos versos de Fernando Pessoa, el rey de los disfraces, gobernador de la babélica torre de los heterónimos, nos sirven para introducir un elemento nuevo: el engaño que es verdad. También Gordon Craig defendía que sólo podemos hablar de la verdad del ser humano a través de su máscara. A este respecto Ciorán explicaba, refiriéndose a la poética de Saint-John Perse: Ha multiplicado sus máscaras y, si se ha extendido más allá de lo inmediato y de lo finito, fuera de esa inteligibilidad que es límite y consentimiento al límite, no ha sido para escoger la vaguedad, preludio poético de la vanidad, sino para “perseguir el ser”, único medio que posee de escapar al terror de la carencia, a la percepción fulgurante de lo que “falta” en todo.
A lo largo del siglo veinte la subjetividad ha ido fragmentándose cada vez más. La disolución del núcleo principal de la personalidad, de la egoicidad, llegó a su culminación con la era de la posmodernidad. El sujeto posee un núcleo de identidad pero es un núcleo excéntrico, problemático, que da lugar a un cuerpo fragmentado, roto: el del mito de Orfeo, la desmembración de Osiris, el del “sujeto fronterizo” de Trías (1). Para Coprovich se trata de un núcleo dinámico, formado por los instintos y pulsiones del sujeto, por la relación con su cultura heredada, por su estructura ideológica y finalmente plasmado y educado por el hábito, como decía S. de Beauvoir: La única realidad que me pertenece enteramente es, pues, mi acto.
Como en el postulado evangélico, al hombre se le conoce por sus obras. Pero sus obras, separadamente, no son más que parte de la verdad. Menos aún: son máscaras que son verdad. Porque sólo son verdad las máscaras, decía Coprovich en su poema Luxación. El origen de la conciencia es todavía un misterio científico, como lo es la manera en que nuestro cerebro toma una decisión, categoriza nuestros deseos o cómo nuestras conexiones sinápticas producen “de repente” una idea o inspiración. Para Valéry, el hombre es la amarga cisterna que en el alma hace sonar, futuro siempre, un hueco. En una entrevista, Coprovich defendía con obstinación que la identidad de un individuo es la que construye el mundo que rodea a ese mismo individuo, un “topos noetos” creador como el punto original del que hablaba en el siglo XIII Moisés de León, el autor del Zohar, diciendo que ese grado es la suma total de todos los espejos ulteriores, es decir, exteriores en relación con ese mismo grado. Éstos proceden de él por el misterio del punto, que es en sí un grado oculto que emana del misterio del éter puro y misterioso. El primer grado, absolutamente oculto, como el centro del sello de Salomón, el punto nuclear de los mandalas indios y tibetanos, Azoth no figurado, vía secreta de la imaginación. (2)
Una fábula de Esopo cuenta de un padre que reúne a sus hijos y les manda partir una gavilla de varas. Ninguno de los hijos puede. Después el padre deshace la gavilla y va rompiendo con facilidad vara tras vara. Moraleja: la unión hace la fuerza. Del mismo modo, nuestro poeta en su obra es sincero precisamente porque asume sus máscaras (¡El arte es artificio!) como en el mundo cotidiano cualquiera asume sus roles: el rol de padre, el rol de estudiante, el rol de amante, el rol de comprador, etcétera. Nuestras respuestas a los estímulos exteriores varían dependiendo, entre otras cosas, de estos roles. Pero nunca nos definiríamos apelando exclusivamente a alguno de esos roles. Así también en la escritura. Para un poeta como Coprovich, que escribe para domeñarse, para encontrarse o medirse, es natural escribir desde la multiplicidad. Una escritura que a veces es culta, a veces es vulgar, a veces es clásica, a veces es rompedora. No se trata de alardear de conocimientos, de profundidad o de técnica. No se trata de alardear de nada, ni siquiera de ocultar el error o el esfuerzo, como veremos. Se trata de plasmar el arcano, el misterio de “lo que existe”, la sustancia u ousía, a base de la suma de los fragmentos. La poesía es el terreno de la libertad y de la recolección de las máscaras, es decir, donde uno puede hallar la redención, el émulo de la identidad no escindida. Coprovich es de esos poetas que escriben para ser felices. En palabras de Proust, la verdadera vida, la vida por fin esclarecida y descubierta, la única vida por lo tanto plenamente vivida, es la literatura. De hecho, Coprovich se ha sumado en numerosas ocasiones a la afirmación de Nietzsche de que el arte se da “para no morir de la verdad”, entendiendo esta verdad como una verdad impuesta, fragmentada y vacua. La verdad prosaica de la cotidianeidad, la burocracia del día a día, donde es tan fácil verse arrastrado, donde hay un tufo verdaderamente mortal, más mortal que en la misma muerte natural; un tufo a destrucción: de la identidad, del sentido, de la vida (3). Una vez más encontramos a María Zambrano como referente, pues a Coprovich le gustaba adueñarse de sus palabras y decir: la palabra es la imagen del hombre resurrecto. La poesía, entendida como creación o poiesis, nos redime. Nos vuelve a la unidad, como los ángeles, nos diviniza. Quizás por eso el Talmud asegura que cuantos más hombres hay, más imágenes de lo divino existen en la naturaleza.
Finalmente, parece querer decirnos Coprovich, el gran empeño del poeta es la búsqueda de la identidad del hombre, aun sabiendo que esta identidad es sólo una imagen, un hueco o una máscara. Sólo quedará la búsqueda, la búsqueda de un sueño. ¿Un sueño que es la verdad? ¿Es por eso que decía Pessoa que el poeta es un fingidor? Y así, será Pessoa quien nos resuma de nuevo con sus versos:
No soy nada.
Nunca seré nada.
No puedo querer ser nada.
Aparte de esto, tengo en mí todos los sueños del mundo.
(1) Ver: Eugenio Trías, Filosofía y Carnaval, Anagrama, Barcelona, 1984.
(2) Entrevista a Adán Coprovich en la revista El coño de la Bernarda, Toledo, 1999.
(3) Ibíd. El coño de la Bernarda, pp 103.
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